Venezuela: lecciones de una crisis predecible

Aug 15, 2017 | Editorial, Noticias

Un editorial de opinión del abogado Carlos Ayala, miembro del comité ejecutivo de la CIJ.

Desde hace 18 años en Venezuela se vienen agregando todos los ingredientes necesarios para una tormenta perfecta en la sociedad, el Estado, la economía y la democracia.

Los viejos problemas prometieron ser resueltos de manera diferente y efectiva, desde fuera del sistema político.

Para buena parte de la sociedad, la culpa de los males a la corrupción de los políticos y los partidos políticos, y al agotamiento del modelo de gobierno bipartidista por consenso nacido desde el Pacto de Punto fijo en 1958.

La baja de los precios del petróleo en los años noventa, llevó a una serie de ajustes necesarios en la economía donde como siempre los más pobres pagaron la cuenta desproporcionadamente.

El triunfo de esa nueva promesa en 1998 estuvo representada en un líder carismático y con característica de caudillo militar del siglo XIX: el teniente coronel del ejército, Hugo Chávez, líder de la asonada golpista del 4 de febrero de 1992, quien había sido perdonado años antes por el entonces presidente Rafael Caldera.

La promesa era evidente, consistía en regresar a nuestras raíces históricas con el ideario de sus héroes, para refundar una nueva República: la V República de la Revolución Bolivariana.

Muchos estudiosos de la figura de Bolívar consideraron que aquello era un verdadero contrasentido que insultaba la figura del Libertador al manipular políticamente su ideario.

Sin embargo, para poder llevar a cabo esa tarea, la Constitución representaba un grave estorbo.

Un mes antes en noviembre de 1998 habían sido electos los senadores y diputados del Congreso, y el partido del nuevo presidente no había obtenido la mayoría.

Por otro lado, la separación e independencia de poderes ponía unos límites a la revolución, que hacía falta encontrarle una alternativa a como diera lugar.

A tales efectos, el nuevo Presidente Chávez apenas tomó posesión en febrero de 1999, convocó por decreto la celebración de un referendo para preguntarle al pueblo si aprobaba la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente.

Se trataba de derogar a la Constitución de 1961, que era la que más había tenido vigencia en nuestra historia, señalándola como culpable de los males, junto con los partidos tradicionales.

En otras palabras, dicha derogatoria de la Constitución se realizaría por un medio distinto al previsto en ella (la reforma general), apelando al poder constituyente originario.

Con ello, se evitaba la alcabala de la supremacía y la rigidez constitucional, mediante el desvío, a través de un procedimiento constituyente paralelo, no previsto en la Constitución, ni pactado entre las fuerzas políticas, sino impuesto por la mayoría popular como titular del poder constituyente.

A pesar de que la Corte Suprema de Justicia había decidido en ese año de 1999 que la Constituyente no podía ser catalogada como “originaria” y con poderes absolutos para adoptar medidas que afectaran a la Constitución vigente hasta que quedara aprobada la nueva Constitución; apenas fue electa y se instaló dicha Constituyente, inmediatamente se declaró originaria, soberana y supraconstitucional.

De esta manera la Constitución de 1961 permanecería en vigor sólo en aquéllas normas que no fuesen derogadas por la Constituyente, por lo que podía adoptar actos que cambiasen o afectasen a los órganos del poder constituido.

De esta manera, la Constituyente luego de ratificar al Presidente de la República en su cargo, intervino al Poder Legislativo (Congreso) y al Poder Judicial, así como a los poderes de los estados (gobernaciones y asambleas legislativas) y municipios (alcaldías y concejos municipales).

La Corte prefirió suicidarse a ser asesinada

A partir de ese momento, la Corte Suprema renunció a preservar no solo su propio precedente, sino la propia Constitución, y endosó la tesis de la Constituyente sobre el carácter supraconstitucional de sus actos.

Como lo afirmó la entonces presidenta de la Corte en aquel momento, al renunciar tras esa decisión: la Corte prefirió suicidarse a ser asesinada.

De allí en adelante, el camino estaba escrito: si se quería hacer lo que se quisiera, era esencial controlar el Poder Judicial, y poner los jueces al servicio no del Derecho sino de la revolución.

La intervención del Poder Judicial mediante el decreto constituyente de “Emergencia Judicial” que sobrevivió por varios años, permitió a una Comisión designada por la Constituyente, remover jueces de carrera con causales tan genéricas y absurdas, como el hecho de que sus sentencias hayan sido revocadas reiteradamente por los jueces superiores o tener más de tres denuncias disciplinarias.

Esta Comisión dio lugar a una Comisión de Reestructuración del Poder Judicial, que funcionó por casi 6 años, y que siguió removiendo a los jueces de manera arbitraria, sin protección judicial efectiva alguna.

A la par, en diciembre de 1999 la Constituyente nombró de manera transitoria a los integrantes del nuevo Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y a todos los demás titulares de los Poderes Públicos Nacionales, sin seguir los procedimientos ni requisitos establecidos en la naciente nueva Constitución.

Para entonces, la tarea había sido cumplida: el Estado había sido controlado mediante toma por asalto, por el partido político del presidente de la República, y ahora sí estaría garantizado su servicio a la verdadera causa de la revolución.

El Derecho estará al servicio de la Revolución, y ya no más como un obstáculo a la misma.

La Revolución como objetivo y el Derecho como un instrumento al servicio del pueblo y por tanto de su revolución. El Derecho sería expresión de la voluntad del pueblo revolucionario y el resto de sus operadores debían así entenderlo y aplicarlo.

Los líderes de la revolución como funcionarios de un nuevo Estado (República Bolivariana), al servicio del pueblo encarnado en la revolución.

En otras palabras, la voluntad del líder máximo es la voluntad del pueblo.

Y para ello, el rol de los jueces va a ser esencial en aplicar y garantizar el Derecho al servicio de la Revolución.

El nuevo TSJ comenzó a convocar a unos concursos públicos de oposición para llenar las vacantes de jueces en el Poder Judicial, pero prontamente éstos fueron suspendidos porque, a través de ellos estaban entrando jueces titulares capacitados, pero no afines a la revolución.

Para solucionar ese “dilema” el TSJ creó y nombró una poderosa “Comisión Judicial” integrada por magistrados del mismo TSJ, que aún vive y que es encargada de nombrar y remover libremente a los jueces sin necesidad de hacer concursos.

Eso sí, con un detalle muy importante: los nombramientos de estos jueces a dedo, se hace con carácter “provisional”, por lo cual, según ellos y la jurisprudencia, en cualquier momento su nombramiento puede ser “dejado sin efecto”, lo que significa remover a esos jueces sin causal, ni procedimiento, ni derecho de apelación.

Así se fue conformando un “nuevo” Poder Judicial integrado por jueces serviles a la revolución, en la mayoría de los casos con escasa preparación, en otros casos corruptos, pero siempre bajo la vigilancia del “poder”, ya que, de no servirle fielmente a la revolución, sus servicios son inmediatamente rescindidos.

De esta manera, los jueces provisorios pasaron a ser la ficha favorita del régimen para perseguir a la disidencia social y política, con la seguridad de que, si no siguen las instrucciones políticas, sus servicios son rescindidos de inmediato.

Al mismo tiempo, esos jueces se convirtieron en los garantes de la impunidad superior al 90% en los delitos comunes y al 99% en los delitos contra los derechos humanos.

Pero incluso los pocos jueces titulares que quedaron, no se salvan del acecho por el nuevo régimen. El caso de la jueza María Lourdes Afiuni, es quizá el más emblemático, de las consecuencias de tomar una decisión equivocada al interés político del gobierno.

Al decidir poner fin a la prisión preventiva de una persona por más de dos años que había sido declarada arbitraria por el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de las Naciones Unidas demandando su libertad inmediata, la jueza Afiuni acordó su libertad condicional durante el proceso, prohibiendo su salida del país y reteniendo su pasaporte.

No había pasado una hora de haber acordado esta medida sustitutiva, cuando la jueza Afiuni fue detenida por la policía de seguridad del Estado.

Al día siguiente el Presidente Chávez en cadena nacional de radio y televisión, requirió su enjuiciamiento y prisión por la pena máxima de 30 años.

La jueza Afiuni estuvo presa por más de dos años y fue violada en la cárcel, teniendo que salir en una emergencia para que se le practicara una cirugía.

Luego de más de seis años, el Estado sigue persiguiéndola, retardando su proceso sin tener elemento alguno para condenarla.   

La Sala Constitucional del TSJ ha sido utilizada también como mecanismo para la destitución expresa de alcaldes municipales e inhabilitarlos políticamente y condenarlos a prisión, todo en un solo acto.

En medio de la protesta ciudadana a partir del año 2014, el TSJ ha emitido medidas cautelares requiriéndole a los alcaldes impedir que dichas protestas tomen las calles y avenidas.

Como los alcaldes de oposición han respetado el derecho ciudadano a la protesta, la Sala Constitucional los cita para una audiencia a fin de que ellos demuestren que han cumplido con la medida cautelar, y en pocas horas, los alcaldes salen condenados a prisión entre 12 y 15 meses, inhabilitados políticamente y destituidos.

Al día de hoy, siguen aplicándose estos procedimientos inconstitucionales e inconvencionales a más 12 alcaldes de oposición, a pesar de que el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha declarado (caso alcalde Scarano c. Venezuela), que el mismo viola varias obligaciones internacionales sobre derechos humanos bajo el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

No es coincidencia que para zafarse de las obligaciones derivadas del Derecho internacional, Venezuela en el año 2012 se haya convertido en el único país latinoamericano que ha denunciado la Convención Americana sobre Derechos Humanos; y además denunció la Convención sobre el Centro Internacional de Arbitraje sobre Inversiones.   

El triunfo de la oposición (Mesa de la Unidad Democrática-MUD) en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre del año 2015, va a marcar otro giro adicional pero decisivo a la tuerca de la autocracia para llevarla al punto de la dictadura.

De nuevo la utilización del TSJ va a ser clave para esta jugada. Habiendo ganado la oposición las 2/3 partes de los puestos en la Asamblea Nacional, el TSJ ejecutó un secuestro de la soberanía popular y de las competencias constitucionales del órgano legislativo nacional.

Utilizando, abusando y manipulando los distintos mecanismos de la jurisdicción electoral y principalmente la constitucional, el Poder Ejecutivo e integrantes del partido de gobierno lograron suspender a tres parlamentarios de la oposición ya proclamados, anular y dejar sin efecto todas las leyes sancionadas, todos los requerimientos de interpelación a funcionarios, las aprobaciones de contratos de interés nacional, la aprobación del presupuesto nacional, el régimen reglamentario interno, la administración de su personal interno y hasta el mensaje anual del Presidente de la República ante la Asamblea Nacional.

Todas esas facultades constitucionales de la Asamblea Nacional de legislación, investigación, control parlamentario y administración interna, han sido vaciadas y secuestradas por la Sala Constitucional del TSJ.

Durante el año 2016, en medio de la crisis de alimentos, medicinas, inflación e inseguridad, la oposición decidió activar el derecho ciudadano previsto en el artículo 72 de la Constitución, para convocar por iniciativa popular, la celebración de un referendo revocatorio del mandato del Presidente de la República, Nicolás Maduro.

Para ello, la autoridad electoral impuso una serie de restricciones en la recolección de las firmas necesarias, y habiendo sido recolectadas, varios jueces penales emitieron simultáneamente medidas cautelares suspendiendo referendo en sus estados, que inmediatamente fue aprovechado por el Consejo Nacional Electoral (CNE) para suspender el referendo revocatorio a nivel nacional.

En diciembre del año 2016, conforme a la Constitución, debían celebrarse las elecciones estatales para gobernadores y diputados, las cuales no fueron convocadas por el CNE.

Tampoco han sido convocadas durante el año 2017, las elecciones municipales, que igualmente, conforme a la Constitución, deben celebrarse este año para elegir los alcaldes y concejales.

Suspendida así la democracia y la Constitución en Venezuela, la oposición y la comunidad internacional comenzó a reclamar al gobierno la celebración inmediata de elecciones, la liberación de los presos políticos, el respeto a las facultades de la Asamblea Nacional, y la apertura de un canal humanitario para proveer alimentos y medicinas.

Algunas iniciativas de diálogo entre el gobierno y la oposición tuvieron lugar a finales del año 2016, pero como se evidencia de la carta del Secretario de Estado del Vaticano, Monseñor Pietro Parolini, el Gobierno nunca cumplió estos compromisos.

En otras palabras, el gobierno de nuevo se había burlado de las iniciativas de diálogo, y de mala fe había ganado tiempo para desmovilizar la protesta ciudadana.

A finales de marzo de 2017 las sentencias 155 y 156 de la Sala Constitucional del TSJ desmontaron la inmunidad parlamentaria y declararon que, en lo adelante, la Asamblea Nacional no podía ejercer ninguna de sus competencias constitucionales; y en su lugar lo haría, quien dicha Sala así determinara.

Tanto la sociedad venezolana como comunidad internacional señaló abiertamente que esas decisiones “judiciales” configuraban un golpe de estado, por ser una clara ruptura del orden constitucional.

En ello fue determinante el rol que jugó la Fiscal General de la República, a pesar de que hasta ese momento había sido pieza clave del régimen chavista.

Esta sentencia fue la chispa que encendió de nuevo la protesta ciudadana en Venezuela.

La gente de pronto sintió que le habían secuestrado su derecho a la Asamblea Nacional que había elegido y que los problemas del país continuaban agravándose.

De nuevo, como en 1999, la Constitución representaba un estorbo.

Por ello, ante la demanda popular de elecciones incluso generales y de respeto a la democracia y a la Constitución, el Gobierno puso en práctica una salida no democrática e inconstitucional: la convocatoria mediante decreto presidencial a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) integrada, conforme a sus bases comiciales, con representantes de diversos “sectores” impuestos por el gobierno y territorialmente, pero sin ninguna relación con la base poblacional.

Una Constituyente, donde sin respetar el sufragio universal, directo, secreto, libre e igual, se secuestró la voluntad de la mayoría de los ciudadanos.

En efecto, la Constitución de 1999 establece expresamente (art. 347) que el único que puede convocar a una ANC es el pueblo como titular del poder constituyente originario.

De allí que, conforme a la norma y la práctica constitucional venezolana, seguida incluso por el Presidente Chávez en 1999, el presidente de la república sólo tiene la “iniciativa” (art. 348) para convocar al pueblo para que éste decida: (i) si quiere convocar a la ANC; y (ii) aprobar las bases comiciales propuestas.

Esta convocatoria presidencial inconstitucional a la ANC fue avalada de inmediato por sentencias de la Sala Constitucional del TSJ y ejecutada indebidamente por el CNE, convocándose a las elecciones que tuvieron lugar el 30 de julio de este año 2017.

La oposición no participó en esta elección por considerar que no podía legitimar una iniciativa abiertamente contraria a la Constitución y la democracia.

Ese día el oficialismo eligió a sus integrantes, en medio de un gigantesco fraude electoral, no solo denunciado por la oposición, la sociedad civil y la comunidad internacional, sino por la propia empresa que ha manejado para el CNE el software electoral desde el año 2003 (Smartmatic).

Instalada la ANC su primer acto consistió en recibir una comunicación del TSJ (que ha debido ser enviada a la Asamblea Nacional), notificándole que había suspendido a la Fiscal General de la República (Luisa Ortega Díaz) y de inmediato, sin ninguna fórmula de juicio previo, la ANC procedió a destituirla y a nombrar como nuevo Fiscal encargado al hasta ahora Defensor del Pueblo, ex diputado y ex gobernador del partido de gobierno (Tarek W. Saab).

Un Leviatán supraconstitucional

Es evidente, por tanto, que la ANC no está interesada en hacer prontamente una “nueva” Constitución y someterla a aprobación por referendo y cesar en sus funciones. La ANC ya ha declarado que la Constitución de 1999 seguirá en vigencia, en todo aquello en lo que ella no disponga lo contrario! Ergo, se acabó la Constitución.

En su lugar tenemos un Leviatán supraconstitucional, que todo lo puede y que no tiene límites superiores, ni temporales ni materiales.

Se olvida, evidentemente, que entre sus límites están los derechos humanos y su progresividad.

Todo ello ocurre, como en toda dictadura, en medio del rechazo de la inmensa mayoría de los habitantes del país, de protestas ciudadanas diarias por la agravación de los problemas sociales, económicos, alimentarios y de salud; pero con la represión gubernamental más brutal que ha conocido el país, con saldos de más de una centena de muertos, miles de heridos, miles de detenidos y con el sometimiento de más de medio millar de civiles a la justicia militar.

El mundo democrático ha despertado ante esta realidad.

Las denuncias y las llamadas de atención se escuchan casi a diario de parte del Secretario General de la OEA, el Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos, el Parlamento Europeo y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, entre otros.

Finalmente, se hace sentir la solidaridad del continente americano (con la excepción de algunas islas del Caribe) y del europeo.

La reacción del Gobierno ha sido el insulto y el aislamiento, convirtiéndose en el único país en la historia que ha denunciado la Carta de la OEA.

Cómo terminará la crisis venezolana, aún no lo sabemos.

Pero ojalá que termine bien y pronto para que comience el renacer de la democracia y la prosperidad para todos. Pero ni los venezolanos ni el mundo debe olvidar las lecciones aprendidas, y entre ellas, que un país sin separación de poderes ni garantía de los derechos humanos no tienen Constitución (art. 16, Declaración Francesa); que pretender un Estado Social (populista) sin un Estado de Derecho termina sin ninguno de los dos; y que la peculiaridad utilizada por esta revolución del siglo XXI fue: secuestrar políticamente los poderes del Estado y en especial el judicial, para ponerlo a su servicio incondicional y convertirlo en el verdugo de la Constitución.

Estas son las lecciones de una crisis que era predecible desde su principio.

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